A buen fin no hay mal principio obra completa - Parte 3
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Acto quinto
Escena primera
MARSELLA.- UNA CALLE.
Entran ELENA, la VIUDA y DIANA, seguidas de dos criados.
ELENA.- Debéis sentiros, verdaderamente,
fatigadas de correr así la posta día y noche.
No era posible hacerlo de otro modo. Ya que
habéis sacrificado las noches y los días y
expuesto vuestros miembros delicados para
servirme, revestíos de valor. Creáis derechos
a un reconocimiento eterno.-En buen hora.
(Entra un
GENTILHOMBRE
halconero.)
Este
hombre podría conseguirme una audiencia
del rey, si quisiera usar de su poder... Dios os
guarde, señor.
EL GENTILHOMBRE.- Y a vos, señora.
ELENA.- Os he visto en la corte de Francia.
EL GENTILHOMBRE.- He permanecido allí
algún tiempo.
ELENA.- Tengo la seguridad, señor, de que
merecéis absolutamente la reputación de
bondad de que gozáis, Las circunstancias no
me permiten cumplimientos. Voy, pues, a
daros ocasión de poner en práctica vuestras
cualidades y de atraeros un reconocimiento
eterno.
EL GENTILHOMBRE.- ¿Qué deseáis?
ELENA.- Hacedme la merced de remitir esta
humilde petición al rey, e interponed vuestro
influjo para que sea admitida a su presencia.
EL GENTILHOMBRE.- El rey no está aquí.
ELENA.- ¡Que no está aquí, señor?
EL GENTILHOMBRE.- No, en verdad.
Abandonó Marsella la noche pasada, con una
prisa no habitual en él.
LA VIUDA.- ¡Señor, qué de afanes inútiles!
ELENA.- Sin embargo,
A buen fin, no hay mal
prin
cipio. Aunque las cosas parezcan tan
adversas y los medios tan desfavorables...
Por favor, decidme: ¿adónde ha marchado?
EL GENTILHOMBRE.- Al Rosellón, he oído
decir; adonde yo me encamino.
ELENA.- Os lo ruego, señor; puesto que vais
a ver al rey antes que yo, entregad este
papel en su graciosa mano. No solamente
presumo que no os hará cargo por ello, sino
que todo me induce a creer que os lo
agradecerá. Yo os seguiré con toda la
celeridad que nos permitan los medios de que
disponemos.
EL GENTILHOMBRE.- Lo haré por vos.
ELENA.- Y cualquiera que sea la suerte que
corra, no han de faltaros mis
reconocimientos. Ahora es menester montar
a caballo.- Vamos, vamos; preparémoslo
todo.
(Salen.)
Escena II
EL ROSELLÓN.- PATIO INTERIOR DEL
PALACIO DE LA CONDESA.
Entran el BUFÓN y PAROLLES.
PAROLLES.- Querido monsieur Lavache,
entregad esta carta al señor Lafeu. En otra
época, señor, me conocíais mejor, cuando me
hallaba familiarizado con vestidos más
elegantes. Pero ahora, señor, estoy atollado
en la zanja de la fortuna y siento fuerte el
olor de su fuerte desagrado.
EL BUFÓN.- Verdaderamente, tiene que ser
muy repugnante el desagrado de la fortuna
para oler tan fuerte como dices. No comeré
más pescado frito con la manteca de la
fortuna. Os lo suplico, poneos a la corriente
del aire.
PAROLLES.- No, no tenéis necesidad de
taparos las narices, señor. Hablo no más que
en sentido metafórico.
EL BUFÓN.- Verdaderamente, señor, si
vuestras metáforas huelen mal, me taparé las
narices, vengan las metáforas de donde
vinieren. Por favor, aléjate.
PAROLLES.- Os lo suplico, señor, remitidle
este papel.
EL BUFÓN.-¡Uf! ¡Apártate, por favor!
¡Entregar a un gentilhombre un papel que
viene de la silla horadada de la fortuna!
Mirad. He aquí vuestro hombre en persona.
(Entra
LAFEU
.)
Os presento a un zape de la
fortuna, señor, o a un gato de la fortuna
(pero que no huele a almizcle), que se ha
caído en el vivero nauseabundo de su
desagrado, y que, como él dice, ha quedado
atollado. Os suplico que hagáis por esa carpa
lo que podáis, pues tiene todas las trazas de
ser un bribón miserable, infeliz, burlado,
ingenioso e idiota. Me compadezco de sus
desdichas, le infundo valor con una sonrisa y
le abandono a vuestra señoría.
(Sale.)
PAROLLES.- Señor, soy un hombre a quien la
suerte ha maltratado.
LAFEU.- ¿Qué queréis que yo le haga? Es
demasiado tarde para vos, zafarse de sus
garras. ¿Qué mala treta de ratero le habéis
jugado a la fortuna para que os haya
arañado? Porque, de sí, la fortuna es una
buena persona, que no consiente que los
pillos prosperen largo tiempo a su servicio.
He ahí un
cardecu
para vos. Que los jueces
os reconcilien con la fortuna. Tengo otros
negocios.
PAROLLES.- Suplico a vuestro honor me
permita una sola palabra.
LAFEU.- Mendigáis un simple penique más.
Sea, lo tendréis, excepto vuestra palabra.
PAROLLES.- Mi nombre, buen señor, es
Parolles.
LAFEU.- Luego mendigáis más que una
palabra. ¡Malditos sean mis arrebatos! Dadme
la mano... ¿Cómo va vuestro tambor?
PAROLLES.- ¡Oh, mi buen señor! Vos sois el
primero que me ha reconocido.
LAFEU.- ¿He sido yo, de veras? Yo fuí
también el primero en perderte.
PAROLLES.- En vuestra mano está, señor, el
rehabilitarme, pues sois quien me retirasteis
el favor.
LAFEU.- ¡Debieras avergonzarte, bribón!
¿Quieres que llene a la par el oficio de Dios y
del diablo? ¿Que el uno te haga obtener
mercedes y que el segundo te las haga
perder?
(Suenan trompetas.)
Aquí llega el
rey. Lo conozco en el son de sus trompetas...
Bergante, ven luego en mi busca. Hablé de
vos la noche pasada. Aunque seáis un
sinvergüenza y un pillo, no os moriréis de
hambre. Vamos, seguidme.
PAROLLES.- Rogaré a Dios por vuestra
persona.
(Salen.)
Escena III
EL MISMO LUGAR.- APOSENTO EN EL
PALACIO DE LA CONDESA.
Trompetería. Entran el REY, la CONDESA, LAFEU, SEÑORES, CABALLEROS, GUARDIAS, etc.
EL REY.- Hemos perdido con ella una joya, y
nuestro resplandor se ha ensombrecido; pero
vuestro hijo, en su locura, no sintió la
importancia de esta pérdida.
LA CONDESA.- Todo eso ha pasado, mi
soberano. Suplico a vuestra majestad
considere su rebeldía como un efecto del
ardor de la juventud. Cuando el aceite y el
fuego se encuentran, arrastrando consigo la
razón, la desbordan, y el incendio se
propaga.
EL REY.- Mi honorable dama, todo lo he
perdonado y dado al olvido, aunque mi
venganza estaba suspendida sobre él,
esperando la ocasión de estallar.
LAFEU.- Debo deciros -y pido primero
perdón- que el joven señor ha ofendido
seriamente a su majestad, a su madre y a su
mujer; pero a él ha sido a quien más ha
perjudicado su falta. Ha perdido a una esposa
cuya hermosura era el asombro de los ojos
más calificados, cuyas palabras cautivaban
los oídos de cuantos la escuchaban, cuyas
virtudes domaban los corazones más
rebeldes, que se enorgullecían en llamarla su
señora.
EL REY.- El elogio del bien perdido hace más
grato su recuerdo. Conducidle aquí, estamos
ya reconciliados y la primera entrevista
borrará las impresiones pasadas. No le
permitáis implorar nuestro perdón. Por grave
que haya sido la ofensa, no existe ya, y
nosotros sepultamos sus restos ardientes en
lo más profundo del olvido. Que se acerque
como un extraño y no como un culpable y
decidle que tal es nuestra voluntad.
UN GENTILHOMBRE.- Lo haré, mi soberano.
(Sale.)
EL REY.- ¿Qué dice a propósito de vuestra
hija? ¿Le habéis hablado?
LAFEU.- Está en todo a las órdenes de
vuestra alteza.
EL REY.- Tendremos, pues, desposorio. He
recibido cartas que le llenan de gloria.
(Entra
BELTRÁN.
)
LAFEU.- Parece de buen aspecto.
EL REY.- Yo no soy un día de estación, pues
puedes ver al mismo tiempo en mi cara el Sol
y el granizo. Pero una vez que se disipan las
nubes, dejan pasar a los más bellos rayos.
Acércate; el tiempo ha recobrado su
serenidad.
BELTRÁN.- ¡Que mi profundo
arrepentimiento, querido soberano, me haga
perdonar!
EL REY.- Todo se olvidó. Ni una palabra más
del pasado. Aprovechemos el instante, pues
soy anciano y los pasos del tiempo pueden
borrar nuestros designios, por dispuestos que
se encuentren, antes que hayamos podido
ponerlos en ejecución. ¿Os acordáis de la hija
de este caballero?
BELTRÁN.- Con admiración, mi soberano. En
ella había recaído primero mi elección, sin
que mi alma fuese lo bastante orgullosa para
convertirse en heraldo de mi lengua. Bajo la
impresión que hubo de causarme su vista, el
menosprecio me prestó su desdeñosa mirada
y no distinguí otra hermosura, desfigurando
las más bellas apariencias, suponiendo que
eran artificiosas, exagerándolas o
acortándolas, de manera que les diese
proporciones horribles. Por eso ella, a quien
todos los hombres alababan, y a quien yo
mismo adoré desde que la perdí, aparecía a
mis ojos como polvo que los cegaba.
EL REY.- La excusa es buena. Por lo mismo
que la has amado, disminuye la cuenta que
tienes que rendir. Pero el amor que llega
demasiado tarde es como una clemencia
dictada por los remordimientos que no llega a
tiempo jamás. Viene a ser una reprensión
amarga para aquel que la envía: gritándole:
«El bien no es conocido hasta que está
perdido». Nuestras prevenciones nos hacen
despreciar lo que poseemos y sólo cuando lo
hemos perdido conocemos su valor. A
menudo nuestros desagrados, injustos para
nosotros mismos, nos hacen perder amigos y
llorar sobre sus cenizas. Mientras el odio
reconcentrado se adormece, la amistad
despierta y se aflige viendo lo que ya no tiene
vida. Sea éste el fúnebre clamoreo de la
dulce Elena y que no se hable más. Lleva las
arras de tu amor a la hermosa Magdalena.
Los consentimientos están obtenidos y
permaneceremos aquí para asistir a tus
segundas bodas que cierran el período de tu
viudedad.
LA CONDESA.- ¡Que el cielo bendiga mejor
que la vez primera! ¡O muera yo antes que se
realice la unión!
LAFEU.- Venid, hijo mío, en quien debe
confundirse el nombre de mi familia. Dadme
alguna prenda de ternura que encienda la
chispa en el corazón de mi hija y la haga
presentarse rápidamente.
(Beltrán le entrega
una sortija.)
Por mi vieja barba, y por cada
uno de sus pelos, ¡Elena, que ya está muerta,
era una encantadora criatura! La última vez
que abandonó la corte le vi en el dedo una
sortija parecida a ésta.
BELTRÁN.- La presente no la ha tenido
nunca.
EL REY.- Permíteme que la vea, te lo ruego.
En el instante en que hablaba la consideraban
mis ojos... ¡Esta sortija me ha pertenecido!
Cuando se la entregué a Elena, le dije que si
alguna vez la suerte le abandonaba, si tenía
necesidad de nuestra ayuda, esa prenda
bastaría para obtenerla. ¿Habéis sido tan
perverso, para privarla de este último
recurso?
BELTRÁN.- Mi venerable soberano, aunque
ose contradeciros con ello, esta sortija no ha
sido de ella jamás.
LA CONDESA.- ¡Hijo mío, por mi vida! Se la
he visto en su dedo. La apreciaba tanto como
su existencia.
LAFEU.- Estoy seguro de que la ha llevado.
BELTRÁN.- Os equivocáis, señor; nunca la ha
visto. Me la echaron en Florencia desde una
ventana, envuelta en un papel en el cual
estaba escrito el nombre de aquella de quien
procedía. Era una joven noble, que me creía
soltero. Cuando le puse al corriente de mi
situación, cuando le hube informado que no
podía responder al honor que pretendía
otorgarme, se resignó pesarosamente y no
quiso jamás recobrar su sortija.
EL REY.- Platón mismo, que posee el secreto
de transmutar el oro, no sabe mejor los
misterios de la Naturaleza que yo que esta
sortija me perteneció y que perteneció a
Elena, sea quien fuere la que os la ha
entregado. Si os halláis en plena posesión de
vos mismo, confesad que esta sortija ha sido
suya y por qué violencia se la habéis
arrebatado. Ella había jurado por todos los
santos que no se la quitarla de su dedo sino
para entregártela en el lecho nupcial (donde
no habéis entrado todavía) o que nos la
enviaría después de algún desastre.
BELTRÁN.- ¡Pero si no ha podido verla!
EL REY. - ¡Tan verdad como estimo mi honor,
que mientes! ¡Y me haces suponer cosas que
quisiera descartar de mi pensamiento!
¡Acabaré por creer que has sido demasiado
inhumano!... No puede ser... Y, sin embargo,
no sé... Tú la aborrecías de muerte, para que
no muriera... A menos de estar ciego, nada
es para mí más convincente que la vista de
ese anillo.¡Sujetadle!
(Los guardias
aprehenden a Beltrán.)
Sea como fuere, mi
experiencia del pasado me autoriza a no
tachar mis temores de ligereza. Más bien he
pasado por crédulo... ¡Conducidle!
Examinaremos el asunto más despacio.
BELTRÁN.- Si me probáis que esta sortija ha
sido alguna vez suya, me demostraréis a la
vez que he realizado acto de esposo en su
lecho en Florencia, donde jamás he puesto
los pies.
(Sale escoltado.)
EL REY.- ¡Me asaltan horribles sospechas!
(Entra un
GENTILHOMBRE
halconero.)
EL GENTILHOMBRE.- Venerable soberano; si
soy digno o no de reprensión, lo ignoro. Aquí
os traigo la petición de una florentina que se
halla a cuatro o cinco millas y que daba
muestras de gran prisa por enviárosla. Yo me
he encargado de ello, vencido de la belleza y
las palabras de la pobre suplicante, que
esperaba la respuesta. En la tristeza de su
mirada se adivinaba la trascendencia del
asunto. En fin, me ha confesado, tan dulce
como brevemente, que conocía a vuestra
alteza tanto como a ella propia.
EL REY
(Leyendo.)- «Tras muchas promesas
de casarse conmigo, cuando se muriese su
esposa, me ruboriza el decirlo, me entregué a
él. Ahora el conde de Rosellón es viudo; ha
faltado a sus juramentos y yo a la deuda de
mi honra. Ha huido de Florencia, sin
avisarme, y me encuentro en este país para
reclamar justicia. ¡Otorgadmela, oh, rey! En
vuestras manos está. De otra, un seductor
saldrá triunfante, y una infeliz doncella
perdida.- Diana Capuleto».
LAFEU.- Adquiriré otro yerno en una feria y le
haré salir al conde. No le quiero ya.
EL REY.- Los cielos te han protegido, Lafeu,
haciéndote este descubrimiento...
Condúzcanse aquí a las solicitantes. Hacedlo
pronto y traed al conde.
(Salen el
GENTILHOMBRE
halconero y algunos del
séquito.)
Temo, señora, que Elena haya sido
bárbaramente asesinada.
LA CONDESA.- Hágase justicia con los
culpables.
(Vuelve a entrar
BELTRÁN,
escoltado.)
EL REY.- Me asombra, señor, que siendo para
vos monstruos las mujeres, de quienes huís
tras haberles jurado fidelidad, deseéis todavía
casaros. ¿Quién es esta dama?
(Entra nuevamente el
GENTILHOMBRE
halconero, con la
VIUDA
y
DIANA.
)
DIANA.- Soy, señor, una florentina ultrajada,
descendiente de la antigua familia de los
Capuletos. Sabéis lo que acabo de solicitar y
conocéis, por consiguiente, cuán digna soy de
compasión.
LA VIUDA.-Yo soy su madre, sire, cuya edad
y reputación han sufrido mucho por la afrenta
que llevamos, y ambas moriremos de no
poner remedio vuestra majestad.
EL REY.- Acercaos, conde. ¿Conocéis a estas
mujeres?
BELTRÁN.- Señor, no puedo ni quiero negar
que las conozco. ¿Me acusan de otra cosa?
DIANA.- ¿Por qué fingís de una manera tan
extraña no reconocerme por esposa?
BELTRÁN.- Nada es ella para mí, señor.
DIANA.- Si os casáis, daréis a otra esta mano
que me pertenece; violaréis votos jurados
ante el cielo, y esos juramentos es a mí a
quien los habéis hecho. Entregándoos a otra,
me enajenáis a mí misma, y yo soy mía, sin
embargo; pues nuestros votos nos han
incorporado de tal manera el uno al otro, que
nadie puede casaros sin casarme a mí
también. O a ambos o a ninguno.
LAFEU
(A Beltrán.)
- Vuestra reputación ha
disminuido, de tal manera a los ojos de mi
hija, que ya no sois esposo para ella.
BELTRÁN.- Señor; esta mujer es una criatura
insensata, desesperada, con la cual me he
permitido holgar alguna vez. Suplico a
vuestra alteza estime lo bastante mi honor
para no suponer que se rebajara a este
punto.
EL REY.- Señor; mi opinión os será
desfavorable mientras no hayáis ganado mi
aprecio. ¡Ojalá vuestro honor se halle por
encima de lo que pienso!
DIANA.- Mi buen señor, exigidle bajo
juramento que atestigüe si ha obtenido o no
mi virginidad.
EL REY.- ¿Qué respondes?
BELTRÁN.- ¡Que es una impúdica, señor, que
se prostituía a todo el campamento!
DIANA.-¡Me ha ultrajado, señor! ¡Si así fuera,
me hubiese comprado a vil precio! No le
creáis. Ved esta sortija, de importancia y
valor inestimables. ¿La hubiera entregado a
una prostituta?
LA CONDESA.- Enrojece. Es su sortija. Desde
seis generaciones, esa joya, legada por
testamento, se ha transmitido en la familia.
Esa mujer es su esposa. La sortija lo
atestigua mil veces.
EL REY.- ¿No habéis dicho que conocíais en la
corte a alguno de quien se podría invocar el
testimonio?
DIANA.- Sí, señor; pero siento repugnancia
en apelar a semejante testimonio. Su nombre
es Parolles.
LAFEU.- Hoy he visto a ese hombre, si puede
dársele este título.
EL REY.- Que le busquen y le traigan.
(Sale
uno del séquito.)
BELTRÁN.- ¿De qué serviría? Es considerado
como un peligroso bribón, sucio y manchado
por todas las impurezas del mundo; un pillo,
que la menor verdad repugna a su
naturaleza. ¿Sería yo esto o aquello, según
las afirmaciones de un hombre que dirá todo
lo que se quiera?
EL REY.- Ella tiene esa sortija de vos.
BELTRÁN.- Lo creo. Es cierto que me agradó
y que la conquisté, cediendo a un capricho de
la juventud. Ella conocía la distancia que nos
separa y, por atraerme, excitó mi pasión con
sus repulsas; todo lo que se opone a una
fantasía, no hace sino acrecentarla.
Finalmente sus arrumacos, dando como un
atractivo a la vulgaridad de sus gracias,
consiguieron el precio en que había ajustado
sus favores. De suerte que acabó por obtener
la sortija y yo adquirí lo que cualquier
subalterno habría conseguido a precio de
mercado.
DIANA.- ¡Debo tener paciencia! Vos, que
habéis repudiado ya a una noble esposa,
podéis fácilmente negarme todo derecho
sobre vos. Una palabra, todavía. Puesto que
sois indigno hasta tal punto, consiento en
perder un esposo. Enviad a buscar vuestra
sortija, yo os la restituiré y vos me
devolveréis la mía.
BELTRÁN.- No la tengo.
EL REY.- ¿Cómo era esa sortija, por favor?
DIANA.- Sire, exactamente como la que
lleváis en el dedo.
EL REY.- ¿Conocéis vos esta sortija. Era la
que tenía hace un instante.
DIANA.- Es la que yo le entregué en el lecho.
EL REY.- Luego, ¿es falso que se la arrojaseis
vos desde una ventana?
DIANA.- He dicho la verdad.
(Entra
PAROLLES
.)
BELTRÁN.- Señor, confieso que esta sortija
era la suya.
EL REY.- Balbucís extrañamente. Una pluma
os hace temblar. ¿Es éste el hombre de quien
hablabais?
DIANA.- Sí, mi señor.
EL REY.- Cuéntame, pícaro, pero sin mentir y
sin preocuparte de desagradar a vuestro amo
-desagrado que yo sabré evitar si os mostráis
sincero-, lo que sabéis concerniente al conde
y a esta dama.
PAROLLES.- Si no sirve de enojo a vuestra
majestad, os diré que mi amo se ha
conducido honorablemente. No ha cometido
otros pecadillos sino los corrientes entre
todos los gentileshombres.
EL REY.- No divaguemos. ¿Ha amado a esta
mujer?
PAROLLES.- Por mi fe, señor, la ha amado.
Pero ¿cómo?...
EL REY.- ¿Cómo, te lo ruego?
PAROLLES.- Señor, la ha amado como un
gentilhombre ama a una mujer.
EL REY.- ¿Es decir?...
PAROLLES.- Que la ha amado y no la ha
amado.
EL REY.- Como tú eres un bribón y no un
bribón: ¡Qué necio equívoco!
PAROLLES.- Soy un pobre hombre, señor, a
las órdenes de vuestra majestad.
LAFEU.- Es un buen tambor, sire, pero un mal
orador.
DIANA.- ¿Y no sabéis si él me dio palabra de
casamiento?
PAROLLES.- A fe mía, sé más de lo que he
dicho.
EL REY.- ¿Entonces no queréis decir todo
cuanto sabéis?
PAROLLES.- Sí, si así place a vuestra
majestad. Yo era el confidente, como digo;
pero, aparte eso, él la amaba, estaba loco por
ella, hablaba de Satanás, del limbo, de las
furias y no sé cuántas cosas más. Yo estaba
entonces tan al tanto en sus confidencias,
que sabía cuándo iban al lecho y otras
circunstancias, como promesas de
matrimonio y un sinfín de detalles que él me
rogaba no descubriera, bajo pena de
atraerme su desagrado. Por eso no quiero
decir lo que sé.
EL REY.- Ya has dicho todo, a menos que
puedas añadir que están casados. Pero eres
demasiado taimado en tus declaraciones.
Retírate. (
A
Diana.)
¿Decís que esta sortija os
ha pertenecido?
DIANA.- Sí, mi buen señor.
EL REY.- ¿Dónde la habéis adquirido? ¿Quién
os la había dado?
DIANA.- Ni la había adquirido ni me la habían
dado.
EL REY.- ¿Quién os la prestó?
DIANA.- No me la prestaron.
EL REY.- ¿Dónde la hallasteis, entonces?
DIANA.- No la hallé.
EL REY.- Si no os ha pertenecido por ninguno
de esos medios ¿cómo habéis podido darla?
DIANA.- Yo no la he dado.
LAFEU.- Esta mujer es un guante, señor, que
se vuelve a voluntad.
EL REY.- Esta sortija la he poseído yo, y la di
a su primera mujer.
DIANA.- Que haya pertenecido a vos o a ella,
no podría decirlo.
EL REY.- ¡Apartadla de mi lado! ¡Me disgusta!
Llevadla a la cárcel y que la acompañe él. Si
no me dices cómo has obtenido esa sortija,
morirás en el plazo de una hora.
DIANA.- No lo diré nunca.
EL REY.- ¡Conducidla!
DIANA.- Suministraré fianza, mi soberano.
EL REY.- Ahora empiezo a creer que eres una
ramera pública.
DIANA.- Por Júpiter, no he conocido nunca
otro hombre que a vos.
EL REY.- ¿Por qué le estás acusando todo
este tiempo?
DIANA.- Porque es culpable sin serlo. Cree
que no soy virgen y lo juraría. Yo, a mi vez,
juraría que soy virgen, sin él sospecharlo.
¡Gran rey, por mi vida, yo no soy una
prostituta! O soy virgen o soy la mujer de ese
hombre.
(Señalando a Lafeu.)
EL REY.- ¡Abusa de nuestros oídos! ¡A la
cárcel con ella!
DIANA.- Buena madre, ve en busca de mi
fianza... Esperad, real señor.
(Sale la
VIUDA
.)
El joyero a quien pertenece la sortija va a
venir. El responderá por mí. En cuanto a ese
señor, que me ha engañado, como él sabe,
aunque ningún mal me ha hecho, renuncio a
él. Demasiado conoce que mancilló mi lecho y
que al mismo tiempo hacía concebir a su
esposa. Por muerta que esté, siente a la
sazón moverse un hijo en sus entrañas. He
aquí mi enigma. La difunta, alienta. Y ahora
adivinad.
(Vuelve a entrar la
VIUDA
con
ELENA.
)
EL REY.- ¿No hay ningún exorcista que
fascina mis ojos? ¿Es real lo que veo?
ELENA.- No, no, buen señor. Apenas veis sino
la sombra de una mujer. El nombre y no la
cosa.
BELTRÁN.- ¡Los dos! ¡Los dos! ¡Oh, perdón!
ELENA.- ¡Oh, mi querido esposo! Cuando era
como esta joven, os hallaba
extraordinariamente solícito. He aquí vuestra
sortija, y mirad aquí, también vuestra carta,
en la que se dice: «Cuando logréis obtener la
sortija que llevo en el dedo y mostrarme un
niño», etcétera. Todo está hecho. ¿Queréis
pertenecerme ahora que habéis sido dos
veces conquistado?
BELTRÁN.- ¡Si puede explicarse con claridad,
la amaré con todo mi corazón; siempre,
siempre de todo corazón!
ELENA.- ¡Si yo no me explico de suerte que
no deje rastro de duda, que un divorcio
mortal nos separe a los dos! ¡Oh, mi querida
madre! ¿Es posible que os vea?
LAFEU.- Me escuecen los ojos, como si oliese
cebollas. ¡Estoy a punto de llorar! (
A
Parolles.)
¡Buen Tom, Tambor, préstame tu
pañuelo! Bien, te doy las gracias. Ven a
verme a casa. Allí nos divertiremos juntos.
Deja a un lado las reverencias. Me causan
compasión.
EL REY.- Que se nos cuente esta historia con
todos sus detalles, para que la verdad nos
inunde de alegría.
(A Diana.)
Si
eres todavía
una lozana flor en capullo, podrás elegir
esposo. Yo me encargo de la dote, porque
adivino que con tu honesta ayuda has sabido
salvaguardar una esposa permaneciendo
casta. Tanto esto como lo que se siga, lo
examinaremos en detalle. Todo, sin embargo,
parece bien; y si acaba tan felizmente, las
amarguras del pasado harán más dulce lo
venidero.
(Trompetería.)
Epílogo
RECITADO POR EL REY
El rey es ahora un mendigo, terminada la
comedia. Todo habrá acabado bien, si hemos
ganado nosotros vuestros aplausos, que
pagaremos esforzándonos en agradaros todos
los días. Otorgadnos vuestra indulgente
atención; dadnos vuestras gentiles manos, y
tomad nuestro corazón.
(Salen.)
FIN
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