La fierecilla domada obra completa - Parte 2
Subcategoría: Libros online | Obras de la literatura | Obras de William Shakespeare
<< Volver a La fierecilla domada obra completa - Primera parte
ACTO II
ESCENA ÚNICA
Una cámara en casa de Bautista
(CATALINA, látigo en mano, amenaza con él a
BLANCA, que está pegada a la pared con las manos atadas)
BLANCA.-Hermana querida, no me hagas ni te
hagas a ti misma la injuria de tratarme como a una
sirvienta o a una esclava. Desprecio tales actos. En
cuanto a los perendengues, suéltame las manos y yo
misma me los quitaré. Sí, me quitaré adornos y baratijas,
e incluso el jubón si quieres. Todo cuanto me
ordenes lo haré, pues bien sé cuales son mis deberes
respecto a mi hermana mayor.
CATALINA.-Entre todos tus galanes, ¿a cuál
prefieres? ¡Responde! ¡Te mando que respondas, y
cuidado con mentir!
BLANCA.-Puedes creerme, hermana, que entre
todos los hombres vivos no he encontrado una cara
que me agrade particularmente más que otra.
CATALINA.- ¡Mientes, hipocrituela ¿A que es
Hortensio?
BLANCA.-Si sientes afecto hacia él, hermana
mía, te juro que haré cuanto me sea posible para que
lo consigas para ti.
CATALINA.-¡Ya! Sin duda lo que te atrae es la
fortuna y por ello preferirías a Gremio, ¿verdad?,
para que te mantuviese como una gran dama.
BLANCA.-¿Es a causa de él por lo que me detestas?
Entonces bien veo que bromeas y que no has
hecho hasta ahora sino bromear. Pero suéltame las
manos, Lina, te lo ruego.
CATALINA.-Si tal cosa te parece una broma,
esto te lo parecerá también. (Le pega. Entra Bautista.)
BAUTISTA.- ¡Cómo! ¿Qué modales son ésos,
hija mía? ¿De dónde nace tanta insolencia? Apártate
de ella, Blanca. ¡Hijita querida! ¡Y la ha hecho llorar!...
Vuelve, vuelve a tus labores sin ocuparte más
de tu hermana. En cuanto a ti, ¡largo de aquí, pécora
endemoniada! ¿Por qué la hacer sufrir, sabiendo que
ella jamás te ha hecho a ti nada malo? ¿Es que alguna
vez siquiera te contradijo con una palabra desagradable?
CATALINA.-¡Precisamente es su silencio lo que
me insulta, y no dejaré de vengarme! (Se lanza sobre
Blanca.)
BAUTISTA (deteniéndola).-¿Aún? ¿Y ante mis
propios ojos? Vete a tu cuarto, Blanca. (Blanca sale.)
CATALINA.-¡Claro! ¡Como que a mí no me podéis
soportar! No hay duda. Vuestro tesoro es ella.
Y, naturalmente, preciso es que tenga un marido. La
queréis tanto a ella, que a mí cuanto me queda es
bailar descalza el día de la boda y llevar manos al
infierno... No, no me digáis nada. Me iré, sí; me tiraré
al suelo y lloraré hasta que llegue el momento de
mi venganza. (Sale.)
BAUTISTA.-¿Hubo jamás hombre más desdichado
que yo? Pero ¿quién va?
(Entran Gremio y Lucentio, éste vestido humildemente y
transformado en CAMBIO, maestro de escuela, y tras ellos
Petruchio, acompañado de Hortensio, que a su vez se ha cambiado
en LICIO, maestro de música; y Tranio, que hace el
papel de Lucentio, y que llega acompañado de su paje Biondello,
que trae un laúd y varios libros.)
GREMIO.-Buenos días, vecino Bautista.
BAUTISTA.-Buenos días, vecino Gremio... Dios
os guarde, señores.
PETRUCHIO.-Y a vos lo mismo, querido señor.
Pero decidme, ¿no tenéis una hija, bella y virtuosa,
que se llama Catalina?
BAUTISTA.-En efecto, tengo una hija llamada
Catalina, caballero.
GREMIO. (A Petruchio.)-Sois demasiado brusco;
poned un poco de tino.
PETRUCHIO.-Me juzgáis mal, señor Gremio;
dejadme hacer. (A Bautista.) Yo, señor mío, soy un
hidalgo de Verona que habiendo oído hablar de
vuestra hija: de su hermosura, de su talento, de su
afabilidad, de su púdica modestia; en fin, de sus maravillosas
cualidades y de su carácter encantador, me
he tomado la libertad de venir a vuestra casa sin
más cumplidos con objeto de que mis ojos sean testigos
de lo que tantas veces he oído alabar. Y como
pago, y con objeto de merecer vuestra acogida, os
presento a uno de mis servidores (señalando, a Hortensio),
muy versado en música y matemáticas, que podría
dar a vuestra hija un conocimiento perfecto de
estas artes o acabar de hacerlo, pues bien sé que no
es ignorante en ellas. Aceptadle, pues, os lo ruego, si
no queréis hacerme una afrenta. Su nombre es Licio;
su patria, Mantua.
BAUTISTA.-Sed bien venido, caballero, y él,
puesto que con vos llega. En cuanto a mi hija Catalina,
demasiado sé que no es lo que necesitáis, bien
que mucho lo deplore.
PETRUCHIO.-Paréceme comprender que no
queréis separaros de ella. A no ser que ocurra que
mi persona no os agrada.
BAUTISTA.-No os equivoquéis respecto a lo
que pienso. Lo que hago es decir las cosas tal como
son. ¿De dónde sois, caballero, y cómo debo llamaros?
PETRUCHIO.-Me llamo Petruchio, y soy hijo de
Antonio, hombre bien conocido en toda Italia.
BAUTISTA.-Le conozco muy bien, sí, y en recuerdo
de él, sed bien venido.
GREMIO.-Un alto en vuestra historia, Petruchio,
os lo ruego, y permitid que hablemos nosotros
también, pues que también tenemos una causa que
defender. Porque, ¡diablo, qué atrevido sois y qué
prisa tenéis!
PETRUCHIO.-Excusadme señor Gremio, pero
es que me gusta ir derecho a lo que busco.
GREMIO.-No lo dudo, pero es que tal vez maldigáis
luego vuestra prisa. (A Bautista.) Vecino,
puesto que el regalo de este caballero os ha sido
agradable, estoy seguro de ello, permitidme que os
haga un amabilidad semejante, ya que por mi parte
tanto os debo, ofreciéndoos a este joven sabio (señala
decirlo a Lucentio) que ha estudiado mucho tiempo
en Reims y que es tan versado en griego, latín y
en otras lenguas como el otro en música y en matemáticas.
Se llama Cambio. Os ruego, pues, que
aceptéis sus servicios.
BAUTISTA.-Gracias mil. amigo Gremio. Sed
bien venido, señor Cambio. (Volviéndose hacia Tranio.)
En cuanto a vos, noble señor, paréceme que sois
extranjero. ¿Puedo tomarme la libertad de preguntaros
el objeto de vuestra visita?
TRANIO.-Sois vos, señor, quien habréis de perdonar
mi libertad, pues extranjero, en efecto, en esta
ciudad, me atrevo a pretender la mano de vuestra
hija, la bella y virtuosa Blanca. Por supuesto, no ignoro
vuestra firme resolución de casar antes a su
hermana mayor, y cuanto pido como gracia especial
es que una vez hayáis conocido mi nacimiento, no
me concedáis peor trato que a los otros que asimismo
la solicitan. Es decir, permiso para venir y la benevolencia
que a ellos les otorgáis. Y para ayudar a
la educación de vuestras hijas, me tomo la libertad
de ofreceros este modesto instrumento y este paquete
de librillos griegos y latinos. (Biondello se adelanta
y le ofrece laúd y libros.) Poca cosa es, mas si vos
los aceptáis, su valor será grande.
BAUTISTA.-¿Os llamáis Lucentio? ¿De dónde
venís? Decídmelo, os lo ruego.
TRANIO.-De Pisa, caballero. Soy hijo de Vincentio.
BAUTISTA.-Vicentio, es en Pisa un gran personaje.
Le conozco muy bien de reputación. Por consiguiente,
sed bien venido. (A Hortensio.) Tomad ese
laúd. (A Vincentio.) Y vos ese paquete de libros. Vais
a ver a vuestras alumnas al momento. ¡A ver! ¡Uno
aquí! (Entra un criado.) Tú, pícaro, conduce a estos
caballeros junto a mis hijas y diles a ambas que son
sus profesores. Que les concedan la buena acogida
que se merecen. (Sale el criado seguido de Hortensio y de
Lucentio.) En cuanto a nosotros vamos a dar un paseo
por el jardín y luego pasaremos a la mesa. Sois,
ciertamente, los bien venidos y como tales os ruego
a todos que os consideréis.
PETRUCHIO.-Señor Bautista, mi cuestión pide
ser resuelta. Mis asuntos no me permiten venir todos
los días a hacer la corte a vuestra hija. Puesto
que habéis conocido a mi padre suficientemente,
por él podéis conocerme a mí. Único heredero soy
de sus tierras y bienes, que más bien he aumentado
que disminuido. Por consiguiente, os ruego que me
digáis qué dote obtendrá vuestra hija, si consigo
obtener su amor.
BAUTISTA.-Luego de mi muerte, la mitad de
mis tierras; e inmediatamente, veinte mil coronas.
PETRUCHIO.-Pues bien, a cambio de esta dote,
si me sobrevive, yo le aseguraré, en calidad de viuda
heredera, todas mis tierras y todas mis rentas. Por
consiguiente, establezcamos el contrato con objeto
de que por ambas partes sea respetado.
BAUTISTA.-De acuerdo. Pero cuando. tengáis
la cláusula esencial; quiero decir, el amor de mi hija;
pues todo depende de ello.
PETRUCHIO.-¡Bah!, eso tenedlo por seguro.
Pues he de deciros, mi querido padre, que si vuestra
hija es imperiosa, yo autoritario. Y cuando dos fuegos
violentos se encuentran, consumen el objeto
que alimenta su furor. Algo de viento basta para
transformar en un gran fuego otro pequeño; pero un
huracán acaba con un incendio. Pues bien, yo seré
para ella el huracán, y preciso será que ceda. Enérgico
soy y no de esos enamorados con los que se juega
como si fuesen chiquillos.
BAUTISTA.-¡Ojalá puedas casarte con ella, y
cuanto antes mejor! En todo caso, acorázate contra
las palabras desagradables.
PETRUCHIO.-A toda prueba soy, como las
montañas que desafían los vientos, que nada pueden
contra ellas pese a soplar eternamente. (Entra Hortensio
con la cabeza partida.)
BAUTISTA.-¿Qué te pasa, amigo mío? ¿Por qué
estás tan pálido?
HORTENSIO.-Si estoy pálido es, ¡de miedo!, os
lo aseguro.
BAUTISTA.-¿Pues? ¿Es que quizá mi hija no es
hábil en lo que a la música atañe?
HORTENSIO.-Creo que hará mucho mejor de
cabo de vara. El hierro tal vez resiste entre sus manos
más que un laúd.
BAUTISTA.-¡ Cómo! ¿No puedes meterle el laúd
en la cabeza?
HORTENSIO-No, a fe mía, es ella la que ha hecho
entrar mi cabeza en el laúd. Le decía suavemente
que se equivocaba de cuerda, y doblaba un
poco su mano con objeto de que pusiera sus dedos
debidamente, cuando acometida de un exceso de
impaciencia diabólica, ha gritado: “¿Que no toco a
vuestro gusto? ¡Pues ved, al menos si pego bien al
mío!” Y diciendo esto me ha dado tan fuerte con el
instrumento en la cabeza, que me le ha metido hasta
el cuello. Durante unos instantes he quedado aturdido,
sacando la cabeza por entre las astillas del laúd,
cual hombre en la picota, mientras ella me
llamaba rascacuerdas improvisado, insoportable
atormentador de oídos, y veinte calificativos más, en
modo alguno agradables. Pero tan ágilmente lanzados
que diríase que había tomado lecciones de injurias
para poder mejor insultarme.
PETRUCHIO.-He aquí, ¡por el diablo!, lo que se
dice una mujer de nervio. Diez veces más que la
amaba la amo ahora a causa de ello. Nadie puede
imaginarse la impaciencia que tengo por entendérmelas
con ella.
BAUTISTA.-Ea, venid conmigo y no tengáis ese
aire tan lastimero. Vais a continuar vuestras lecciones
con mi hija pequeña que, sobre tener excelentes
disposiciones, es sumamente agradecida por cuanto
se hace en su favor. En cuanto a vos, señor Petruchio,
¿queréis venir con nosotros o preferís que os
envíe a mi hija Catalina?
PETRUCHIO.-Enviádmela, sí, os lo ruego. Aquí
la espero. (Salen todos menos él.) En cuanto llegue le
voy a hacer la corte como es debido. Como le conviene.
Que empieza a vociferar, le diré tranquilamente
que su voz es tan dulce como la del ruiseñor.
Que frunce el entrecejo; le aseguraré que su
cara es tan tersa como las rosas matinales empapadas
de rocío. Que, por el contrario, se obstina en
permanecer muda; entonces alabaré su hablar voluble
y su incomparable elocuencia. Que me dice que
tome la puerta; le daré mil gracias, cual si oyera que
no me fuese de su lado en toda una semana. Que se
niega a casarse conmigo; le preguntaré amorosamente
qué día hay que publicar las amonestaciones y
cuál ir a la iglesia. Pero aquí llega; tú tienes la palabra,
Petruchio. (Entra Catalina.) Buenos días, Lina.
Pues tal es vuestro nombre, según he oído decir,
¿no?
CATALINA.-Sordo no sois, pero sí, sin duda,
duro de oídos, porque los que hablan de mí me llama
Catalina.
PETRUCHIO-Mentís, no hay duda. Os llaman
Lina, ni más ni menos; la buena Lina; o bien, a veces,
Lina, la maldita. Pero Lina, la más encantadora
Lina de la cristiandad, Lina, apetitosa como una exquisita
golosina. Lina, la deliciosa, pues decir Lina
es como decir golosina. Y he aquí por qué, Lina de
mi corazón, quiero que escuches lo que tengo que
decirte. Habiendo oído en toda las ciudades que he
atravesado alabar tu dulzura, celebrar tus virtudes y
proclamar tu hermosura, por cierto, que mucho menos
todo de lo que mereces, me he sentido inclinado
a buscarte para hacer de ti mi esposa.
CATALINA.-¿Inclinado? ¡Qué te parece! Pues
bien; que el que os ha inclinado que os enderece.
Nada, más veros he comprendido que erais algo que
se inclina, se endereza, se maneja... Vamos, ¡un
mueble!
PETRUCHIO.- ¡Magnífico! Pero, ¿qué es un
mueble?
CATALINA.-Digamos un taburete.
PETRUCHIO.-¡Exacto! Ven, pues, a sentarte
sobre mí, Lina.
CATALINA.-Quisierais llevarme, ¿verdad? No
me extraña; para llevar se han hecho los asnos.
PETRUCHIO.-Habiendo sido hechas las mujeres
para llevar también (hace señas refiriéndose al embarazo),
aplícate lo mismo.
CATALINA.-Si yo tuviese que llevar y soportar,
jamás sería a un mostrenco de vuestra especie.
PETRUCHIO.-¡Mi dulce Lina! ¿No sabes que
me esforzaré en no ser para ti una carga pesada, sabiéndote
tan joven, tan frágil... ?
CATALINA.-Demasiado frágil y ligera, bien que
pese lo suficiente, como para que un patán como
vos no pueda cargar conmigo.
PETRUCHIO.-Eso lo veremos bien, tanto más
cuanto que veo te ciernes a maravilla.
CATALINA.-¿Cerner? No está mal para haberlo
dicho un cernícalo.
PETRUCHIO.-El cernícalo te cogerá, ¡tortolilla
de vuelo lento!
CATALINA.-La tortolilla tendrá con vos para
un bocado, cual si fuerais un abejorro.
PETRUCHIO.- ¡Hola, hola, avispilla querida!
Eres muy rabiosa.
CATALINA.-Si soy avispa, ¡cuidado con el
aguijón!
PETRUCHIO.-El remedio es fácil; se le arranca
y en paz.
CATALINA.-Los idiotas no saben dónde está.
PETRUCHIO.-¿Quién ignora dónde tienen las
avispas el aguijón? ¡En la cola!
CATALINA.-En la lengua.
PETRUCHIO.-¿En la lengua de quién?
CATALINA.-En la vuestra, que habla sin ton ni
son. Adiós. (Hace ademán como para irse.)
PETRUCHIO.-Ea, Lina, no te vayas. (La coge entre
sus brazos.) Lina querida, yo soy un hidalgo.
CATALINA.-Es lo que voy a ver. (Le da un soplamocos.)
PETRUCHIO.-Hazlo otra vez y por quien soy
que te ganas un par de bofetadas.
CATALINA.-Entonces perderíais vuestros escudos.
Si pegáis a una mujer, no sois hidalgo; y si no
sois hidalgo, ¡adiós blasones!
PETRUCHIO.-¡Hola! Te nombro mi reina de
armas. Puedes inscribirme en tu registro.
CATALINA.-¿Cuál es vuestra cimera? ¿La cresta
de un gallo?
PETRUCHIO.-Un gallo sin cresta si Lina llega a
ser mi gallina.
CATALINA.-No os quiero como gallo cantáis
como un capón.
PETRUCHIO.-Ea, Lina, ¿a qué tanto vinagre?
CATALINA. -No puedo evitarlo en cuanto me
acerco a un pepinillo.
PETRUCHIO.-No habiendo pepinillo aquí, no
hay necesidad de vinagre.
CATALINA.-¡Ya lo creo que lo hay! Os aseguro
que hay uno.
PETRUCHIO.-Entonces, enséñamelo.
CATALINA.-Si tuviese un espejo, le veríais al
punto.
PETRUCHIO.-¡Cómo! ¿Te refieres a mi cara?
CATALINA.-(Luchando por salir de sus brazos.)
¡ Cómo lo ha comprendido pese a sus pocos años!
PETRUCHIO.-¡Por San Jorge!, bien veo que soy
demasiado joven para ti.
CATALINA.-Nadie lo diría, viendo vuestras
arrugas.
PETRUCHIO-¡Pesan sobre mí tantos cuidados!
CATALINA.-(Debatiéndose siempre.) Cosa que a mí
me tiene perfectamente sin cuidado.
PETRUCHIO.-Ea, escúchame, Lina... Inútil todo
forcejeo, no me escaparás.
CATALINA.-¡Si no me soltáis os arranco los
ojos! ... ¡Dejadme marchar! (Se debate con violencia, le
muerde y le araña mientras habla.)
PETRUCHIO.-Por nada del mundo. Te encuentro
adorable. Me habían dicho que eras brusca,
tristona, desagradable, y veo que todo ello era pura
mentira. Eres, por el contrario, deliciosa, alegre,
amable como ninguna. Tu lengua es un poco tarda,
cierto, pero dulce y suave como una flor primaveral.
Incapaz eres de fruncir el ceño, ni de mirar de través
y mucho menos de morderte los labios como hacen
las muchachas cuando se llenan de cólera. En vez
de complacerte en contradecir, acoges a quienes,
como yo, te adoran, con palabras amables y gratas y
sonrisas encantadoras. Además, ¿por qué se empeña
todo el mundo en que Lina cojea de un pie? (La
suelta.) ¡Oh mundo calumniador! Lina es derecha
como vara de avellano; su tinte moreno, como las
propias avellanas maduras y mucho más agradable
aún que ellas. Anda, anda un poco, lucero, para que
yo te vea y esté seguro de que no cojeas.
CATALINA.-Vete a dar órdenes a tus servidores,
¡imbécil!
PETRUCHIO.-¡Jamás Diana alguna embelleció
el bosque como Lina esta cámara con su andar de
princesa! O sé Diana, o que Diana se torne Lina. Y
que entonces Lina sea casta y Diana locuela.
CATALINA.-¿Dónde has aprendido tan linda
palabrería?
PETRUCHIO.-Acuden a mí espontáneamente
desde el fondo, madre de mi espíritu.
CATALINA.-Poco espíritu debe de tener tal
madre cuando tan menguado muéstrase el hijo.
PETRUCHIO.-¿No tienen ingenio, calor, mis
palabras?
CATALINA.-Apenas para que no te enfríes.
PETRUCHIO.-¡Pardiez!, más caliente estaré en
tu cama, adorable Lina. ¡Allí, allí es donde quiero
calentarme! Conque dejemos aparte toda palabrería
y hablemos claro. Tu padre consiente en que seas mi
mujer. Ya nos hemos puesto de acuerdo sobre la
dote y quieras o no quieras, me casaré contigo. Y
créeme, Lina, que yo soy el marido que te hace falta.
Pues por esta luz que se recrea alumbrando tu hermosura,
que no te casarás con otro hombre que
conmigo. Porque yo he nacido, para domarte, Lina,
y para transformarte, mi gatita salvaje, en una Lina
dócil como son todas las demás Linas que tienen un
hogar... Aquí llega tu padre; ¡cuidado con desmentirme!
Quiero a Catalina por mujer, ¡y la tendré!
(Entran Bautista, Gremio y Tranio.)
BAUTISTA.-Y bien, señor Petruchio, ¿cómo va
vuestro asunto con mi hija?
PETRUCHIO.-Del mejor modo, caballero. ¿Podríais
dudarlo? Imposible era que no quedase vencedor.
BAUTISTA.-¿Y tú, Catalina, hija mía? ¿De mal
humor, como siempre?
CATALINA.-¿Y tenéis aún la audacia de llamarme
vuestra hija? De veras que me dais una hermosa
prueba de ternura queriendo casarme con un
medio chiflado, con un bárbaro feroz, que jura como
un demonio y que cree poder conseguir lo que
le place a fuerza de audacia y de blasfemias.
PETRUCHIO.-Mi querido padre, he aquí los hechos:
vos, así como cuantos hablan de ella, lo hacen
a tontas y a locas. Si a veces se muestra huraña, por
pura cortesía es; pues, lejos de ser arrogante, es modesta
como una paloma; lejos de ser violenta y encendida,
apacible y fresca como el aire de la mañana.
En cuanto a paciencia, es una segunda Griselda, y
en lo que a castidad atañe, una Lucrecia romana. En
una palabra, nos entendemos tan bien que nos casaremos
el próximo domingo.
CATALINA.-¡Preferiría verte ahorcado el sábado!
GREMIO.-¿Oís, Petruchio, que prefiere ver cómo
os cuelgan?
TRANIO.-¿Es así como triunfáis? ¡Adiós nuestras
esperanzas!
PETRUCHIO-Paciencia, caballeros. Quien la escoge
soy yo. Y si ella y yo estamos contentos, ¿qué
le importa a nadie? Hemos convenido, cuando estábamos
solos, que ella continuaría siendo hosca
mientras estuviese acompañada. Por lo demás, justo
es que os diga que me ama de un modo inimaginable.
¡Oh dulcísima Lina mía! ¡Cómo se me colgaba
al cuello y cómo me prodigaba beso tras beso, promesa
tras promesa! De tal modo que, en un abrir y
cerrar de ojos, me ha hecho compartir su amor. Pero,
¿qué sabéis vosotros, pobres novicios, de esto?
Prodigioso es ver cómo un hombre y una mujer, a
solas, él, el más chorlito e infeliz de los mortales,
puede suavizar a la más indomable tarasca. Dame tu
mano, Lina. A Venecia me voy a comprar el ajuar
necesario para la boda. Preparad el festín, mi querido
padre, e invitad a cuantos deban acudir. Sí, seguro
quiero estar, encargándome de todo, que mi
Catalina resplandecerá, de hermosura.
BAUTISTA.-Yo, la verdad, no sé qué decir.
Dadme los dos la mano. ¡Dios te bendiga, Petruchio!
Asunto terminado, pues.
GREMIO y TRANIO.-Amén. Seremos vuestros
testigos.
PETRUCHIO.-Padre, esposa, amigos, adiós. A
Venecia me voy. El domingo llegará pronto. Tendremos
sortijas, joyas, ¡trajes magníficos! Dame un
beso, Lina. (La coge entre sus brazos y la besa. Ella se
arranca y escapa fuera de la cámara, mientras que él sale por
otra puerta)
GREMIO.- ¿Viose jamás matrimonio alguno tan
pronto zanjado?
BAUTISTA.-A fe mía, señores, que represento el
papel de un mercader que se aventura, a ojos cerrados,
en un negocio desesperado.
TRANIO.-Era una mercancía que en vuestra casa
se deterioraba. Ahora, de no perderse en la travesía,
obtendréis beneficio.
BAUTISTA.-Yo no busco otro beneficio en este
asunto que tranquilidad.
GREMIO.-En cuanto a él, sí que a fuerza de
tranquilidad va a conseguir una buena dote. Pero
ahora, Bautista, hablemos de la pequeña. He aquí,
llegado al fin, el día que tanto esperábamos. No olvidéis
que yo soy vuestro vecino y su primer pretendiente.
TRANIO.-Y yo soy aquel a quien Blanca ama
como no haya palabras para expresarlo, ni vuestro
pensamiento puede concebir.
GREMIO.-Jovenzuelo, incapaz de amar tan tiernamente
como yo.
TRANIO.-Barbagris, vuestro amor es hielo puro.
GREMIO.-El vuestro achicharra, en cambio.
Atrás, mequetrefe. Sólo la edad madura da buenos
frutos.
TRANIO.-A los ojos de las bellas lo que florece
es la juventud.
BAUTISTA.-Calma, señores; yo arreglaré la querella.
El premio será concedido, no a las palabras,
sino a los actos. Aquel de vosotros que asegure a mi
hija una dote más fuerte, tendrá el amor de Blanca...
Hablad, señor Gremio. ¿Qué podéis garantizarle?
GREMIO.-Ante todo, y como bien lo sabéis, mi
casa, aquí, en la ciudad, está abundantemente provista
en vajillas de oro y de plata; de aljofainas y de
jarras para que pueda lavar sus delicadas manos.
Mis cortinas son todas de tapicería de Tiro. Mis escudos,
apilados están en cofres de marfil. Y en armarios
de ciprés almacenadas colchas de Arras, trajes
suntuosos, colgaduras, tapices preciosos, ropa
fina, almohadones de Turquía bordados con perlas,
baldaquines de Venecia, hechos a aguja y recamados
de oro, servicios en estaño y en cobre y todo cuanto
es necesario en una casa y a un matrimonio. Además,
en mi granja tengo cien vacas lecheras, ciento
veinte bueyes grasos en el establo y todo lo demás
en proporción... En cuanto a mí, yo ya no soy joven,
lo confieso, pero si muero mañana, todo lo dicho
será para ella, con tal de que ella quiera ser para mí
sólo, mientras tenga vida.
TRANIO.-Este “para mí sólo” está bien dicho.
Por mi parte, señor, escuchadme. Yo soy hijo único,
y heredero, por consiguiente, de mi padre. Si consigo
tener a vuestra hija como mujer, le legaré tres o
cuatro casas no menos bellas que las del señor
Gremio, situadas dentro de los muros de la opulenta
Pisa; es decir, que la que éste tiene en Padua. Sin
contar una renta anual de 2,000 ducados, asegurados
sobre buenas tierras, que serán su viudedad.
Creo, señor Gremio, que estáis cogido.
GREMIO.-(Para sí.) ¿Una renta anual de 2,000
ducados garantizada con tierras? Todos mis inmuebles
no llegan a tanto. (En voz alta.) Además de todo
lo dicho, para ella será una carraca que ahora está
anclada en la rada de Marsella. ¿Qué? Esta carraca
os ha cortado el resuello, ¿verdad?
TRANIO.-Todo, el mundo sabe, señor Gremio,
que mi padre no tiene menos de tres grandes carracas,
más dos galazas y doce hermosas galeras. Que
aseguro a Blanca. Más el doble de cuanto vos ofrezcáis
sea lo que sea.
GREMIO.-Yo he ofrecido ya todo. Ni más tengo,
ni más puedo darle de aquello que poseo. Si os
convengo, Bautista, tendrá mi persona y mis bienes.
TRANIO.-En este caso y de acuerdo con vuestra
promesa formal, para mí es vuestra hija con exclusión
de todo otro. El señor Gremio ha quedado
eliminado.
BAUTISTA.-Debo convenir en que vuestra
oferta es la más hermosa. Si vuestro padre responde
de ella, mi hija será para vos. Y digo aún, excusadme,
si llegaseis a morir antes que él, ¿cuál sería la
viudedad de mi hija?
TRANIO.-Eso no pasa de una sutileza ingrata;
mi padre es viejo y yo soy joven.
GREMIO.-¿Es que los jóvenes no pueden morir
lo mismo que los viejos?
BAUTISTA.-Pues, bien, señores, he aquí lo que
he resuelto en definitiva: el domingo próximo, sabéis,
mi hija Catalina se casa. Si me dais la garantía
de vuestro padre, Blanca será vuestra al domingo
siguiente; si no, lo será del señor Gremio. Y tras
ello, permitidme que me retire tras haberos dado las
gracias a ambos. (Sale.)
GREMIO.-Adiós, mi querido vecino. Y ahora ya
no temo nada. En verdad, joven trapacero que
vuestro padre sería bien inocente si os diese cuanto
tiene, quedándose sometido a vivir a vuestra costa
lo que le quede de vida. Y, ¡bah!, todo lo demás es
puro cuento de niños. Un viejo zorro italiano no es
tan bobalicón como para hacer tales cosas, hijo mío.
(Sale a su vez.)
TRANIO.-¡Maldita sea tu piel, no menos vieja y
ajada! En cuanto a mí, ¡pardiez!, he echado en el
juego todos mis triunfos. Se me había metido en la
cabeza hace ganar a mi amo. Y como sigo con la
idea, no sé por qué un falso Lucentio no tendría un
falso padre llamado... supongamos Vincentio. Lo
que sería un prodigio; pues de ordinario son los padres
los que hacen los hijos, mientras en esta historia
de matrimonio, es un hijo, si mi ardid triunfa, el
que va a engendrar a su padre (Sale.)
ACTO III
ESCENA PRIMERA
En Padua, en la casa de Bautista
(En la cámara de BLANCA, que está sentada junto a
HORTENSIO, disfrazado o transformado en Licio.
LUCENTIO [Cambio], de pie y un poco separado.
HORTENSIO, coge la mano de BLANCA para enseñarle
a poner los dedos en el laúd)
LUCENTIO.-(Interviniendo.) ¡Eh, señor músico!
Diríase que os tomáis demasiadas libertades. ¿Habéis
olvidado acaso la encantadora acogida que os
hizo su hermana Catalina?
HORTENSIO.-Es que ahora, señor pedante escandaloso,
estoy con la dama protectora de la celestial
armonía. Permitidme, pues, usar de mi
prerrogativa, y cuando hayamos consagrado una hora
a la música os tomaréis vos un tiempo igual para
vuestras lecturas.
LUCENTIO.-¡He aquí un asno tan ignorante
que ni sabe con qué fin fue creada la música! ¿Acaso
no fue hecha para refrescar el espíritu del hombre
tras sus estudios y trabajos habituales? Dejadme,
pues, el placer de enseñarla algo de filosofía, y en las
pausas que yo haga la emprenderéis con vuestra armonía.
HORTENSIO.-(Levantándose.) ¿Es que creéis que
voy a soportar vuestras bravatas, bellaco?
BLANCA.-¡Basta, señores! Ambos me ofendéis
querellándoos por algo cuya elección de mí sola depende.
Yo no soy un escolar al que se puede amenazar
con el látigo, ni quiero estar sometida al que se
me impongan tales lecciones para tal hora del día, ni
el tiempo que han de durar; sino que quiero arreglar
yo misma estas cuestiones como me plazca. Por
consiguiente cortemos esta querella sentándonos
aquí, y vos, tomad vuestro instrumento y tocad
mientras él me enseña. Su lección habrá terminado
antes de que hayáis afinado vuestro laúd.
HORTENSIO.-¿ Dejaréis su lección cuando esté
ya afinado?
LUCENTIO.-Ello querría decir ¡nunca! entonces.
¡Hala, afinad vuestro instrumento! (Hortensio se
retira; Blanca y Lucentio se sientan.)
BLANCA-¿Dónde habíamos quedado?
LUCENTIO.-Aquí, señora.
“Hic ibat Simois, hic est Sigela tellus;
Hic steterat Priami regia celsa senis”.
BLANCA.-Traducid.
LUCENTIO.-“Hic ibat”, como ya os he dicho;
“Simois” soy Lucentio; “hic est”, el hijo de Vincentio,
de Pisa; “Sigela tellus”, disfrazado de este modo para
conseguir vuestro amor: “hic steterat”, y el Lucentio
que se ha presentado como uno más de vuestros
pretendientes; “Priami”, es mi criado Tranio; “regia”,
que ha- tomado mi puesto; “celsa cenis”, con objeto
de engañar al viejo Pantalón.
HORTENSIO.-Señora, mi instrumento está ya
afinado.
BLANCA.-Que yo le oiga. (Hortensio toca.) ¡Qué
horror! Los altos desafinan.
LUCENTIO.-Escupa por el colmillo el amigo y
vuelva a afinar. (Hortensio se retira de nuevo.)
BLANCA.-Veamos ahora si yo soy capaz a mi
vez de traducir: "Hic ibat Simois”, no os conozco; “hic
est Sigela tellus”, y no puedo confiar en lo que decís;
“hic steterat Priami”, tened cuidado no vaya a oírnos;
“celsa senis” y no desesperéis.
HORTENSIO.-(Volviendo.) Ahora,
HORTENSIO.-(Volviendo.) Ahora, señora, está
afinado.
LUCENTIO.-¿Los bajos también?
HORTENSIO.-Los bajos están a tono (Aparte.)
El que desentona, pícaro, eres tú. ¡Qué ardiente y
qué audaz se está volviendo este pedagogo! Que me
cuelguen si el bribón no hace la corte a mi amada.
Será preciso que vigile a este maldito pedantucho.
(Se desliza detrás de ellos.)
BLANCA.-Con el tiempo llegaré a creeros; por el
momento, desconfío.
LUCENTIO.-No dudéis... (dándose cuenta de que
está allí Hortensio), pues es cierto que Eacidas designa
a Aiax, llamado así a causa de su abuelo.
BLANCA.-(Levantándose.) Naturalmente debo
creer a mi maestro, de otro modo, os aseguro que
continuaría argumentando sobre este punto dudoso.
Pero quedemos aquí. A vos ahora, Licio. Queridos
maestros, si he bromeado un poco con los dos no
lo toméis, os lo ruego, en mal sentida.
HORTENSIO.-(A Lucentio.) Podéis iros a dar
una vuelta y dejarme libre un momento. Mis lecciones
no son un coro a tres voces.
LUCENTIO.-¿Tan formalista sois, señor mío?
Bien, me retiraré... (Aparte.) Pero sin dejar de vigilar,
pues o mucho me equivoco o el soplaflautas éste se
está enamorando. (Se aparta un poco. Blanca y Hortensio
se sientan.)
HORTENSIO.-Señora, antes de que toquéis el
instrumento debo enseñaros, lo primero, cómo hay
que poner los dedos. Y para ello, empezar por los
rudimentos de este arte. La gama os la enseñaré mediante
un método corto y agradable; más seguro y
más eficaz que todos los métodos empleados por
mis colegas. Vedle aquí en este papel, dispuesto del
modo más conveniente.
BLANCA.-Pero la gama ya hace mucho tiempo
que la he pasado.
HORTENSIO.-Leed, no obstante, la de Hortensio.
BLANCA.-(Leyendo.)
“Gama de do”, yo soy la base de todo acuerdo.
“A re”, yo vengo a abogar por la pasión de Hortensio.
“B mi”, Blanca, tomadle por esposo.
“C fa”, pues os ama con todo su corazón.
“D sol , re”, tengo dos notas para una sola llave.
“E la, mi”, tened piedad de mí o muero.
¿Y a esto llamáis una gama ¡Bah!, no me gusta
nada. Prefiero los métodos antiguos. No soy tan caprichosa
como para ir a cambiar las antiguas reglas
contra invenciones extrañas. (Entra un criado.)
EL CRIADO.-Señora, vuestro padre os ruega
dejéis vuestras lección con objeto de que le ayudéis
a decorar el cuarto de vuestra hermana. Ya sabéis
que mañana es el día de su boda.
BLANCA.-Hasta la vista, mis queridos maestros,
no tengo más remedio que dejaros. (Sale seguida del
criado.)
LUCENTIO.-En este caso, señora nada tengo
que hacer aquí. (Sale a su vez.)
HORTENSIO.-En cuanto a mí, bien haré en vigilar
a este pedagogo. Tiene todo el aire, todo, de
estar enamorado... Por tu parte, Blanca si tus gustos
son tan bajos como para llevar tus ojos hacia el
primero que se presente, que se case contigo el que
quiera. Si tu corazón es tan ligero, yo cambiaré también
de amor para no ser menos que tú.
ESCENA II
Padua. Una plaza. Delante de la casa de Bautista
(Entran BAUTISTA, GREMIO, TRANIO [haciendo
siempre de Lucentio], LUCENTIO [haciendo de Cambio],
CATALINA [vestida de novia], BLANCA y numerosos
invitados)
BAUTISTA.-(A Tranio.) Señor Lucentio, hoy es
el día fijado para el matrimonio de Catalina con Petruchio
y henos aquí sin noticias de mi yerno. ¿Qué
van a decir los invitados? ¿Qué irrisión no va a causar
la ausencia del novio cuando el sacerdote llegue
dispuesto a efectuar el enlace? ¿Qué os, parece a
vos, Lucentio, de esta afrenta que sufrimos?
CATALINA.-No hay afrenta sino para mí. He
aquí la consecuencia de obligarme a dar mi mano a
un insensato, en contra de mi corazón. A un maleducado.
A un impulsivo, que tras hacerme la corte a
todo galope, luego no tiene prisa cuando llega el
momento de casarse. Por lo tanto, bien os había yo
dicho que era un disparatado, un loco, que bajo el
manto de una ruda franqueza lo que ocultaba era
una pura burla. Con tal de ser tenido por el más gracioso
y festivo de los amigos, es de esos chuscos
que no dudan en hacer la corte a mil mujeres, en fijar
el día del matrimonio, en preparar un banquete,
en invitar a sus amigos y en publicar amonestaciones.
Todo ello sin la menor intención de desposar a
la que corteja. Y he aquí que ahora todo el mundo
señalará con el dedo a la pobre Catalina diciendo:
“¡Esa es la mujer del taravilla de Petruchio! Por supuesto,
cuando le dé la ventolera de casarse con
ella.”
TRANIO.-Paciencia, querida Catalina. Paciencia,
señor Bautista. Yo estoy seguro, por mi vida, de que
Petruchio tiene buenas intenciones, sea cual sea la
casualidad que le impida cumplir su palabra. Es
brusco, pero sensato; alegre vividor, pero honrado.
CATALINA.-¡Ojalá no le hubiese yo visto jamás!
(Va hacia la casa, llorando, seguida de Blanca y de los
invitados.)
BAUTISTA.-Anda, hija mía, anda. Esta vez no
puedo censurar tus lágrimas. Tal afrenta indignaría a
una santa misma. Mucho más, claro, a una muchacha
tan dada al arrebato y a la impaciencia como tú.
(Llega Biondello corriendo.)
BIONDELLO.-¡Amo, amo! ¡Una noticia! ¡Una
nueva vieja! La nueva más vieja que jamás hayáis
oído!
BAUTISTA.-¿Una nueva vieja? ¿Cómo es posible
tal cosa?
BIONDELLO.-¿No es una nueva anunciaros
que Petruchio llega?
BAUTISTA.-¿Ha llegado?
BIONDELLO.-No, señor.
BAUTISTA.-¿Qué es lo que dices entonces?
BIONDELLO.-Que llega.
BAUTISTA.-¿Y cuándo estará aquí?
BIONDELLO.-Cuando esté donde yo estoy y os
vea como yo os veo.
TRANIO.-Pero, vamos a ver, ¿cuál es la nueva
vieja entonces?
BIONDELLO.-Pues bien, mi amo: Petruchio
llega con un sombrero nuevo y un jubón viejo.
Pantalones también viejos, vueltos ya tres veces, y
un par de botas que han servido de caja a los cabos
de vela. De ellas, una va sujeta con una hebilla; la
otra con un lazo. Al cinto, una antigua espada toda
oxidada, tomada a préstamo en el arsenal de la ciudad;
con la empuñadura rota y la vaina agujereada
por abajo; cierto que los hierros de la cruz partidos
en dos. Su caballo, que cojea de la cadena, se adorna
con una silla carcomida cuyos estribos están descabalados.
Sin contar que el pobre animal es víctima
del muermo, gracias a lo cual sus narices no dejan
de fluir; amén de sufrir de tolanos infestados de
lamparones; además de estar acribillado a fuerza de
espolonazos, abatido un tanto por la ictericia y cubierto
de adivas incurables. Y claro, cual suele ocurrir,
aturdido por los vértigos; sí que comido de
reznos. Por el contrario, tiene todo el espinazo despeado,
las costillas dislocadas y de las manos delanteras
es patizambo. Por suerte suya, al bocado
que trae le falta la mitad, y como cabezada, una piel
de carnero, que a fuerza de haber sido estirada para
impedirle que se moviera demasiado se ha roto más
de una vez, por lo que ha habido que reajustarla a
fuerza de nudos. También la cincha ha sido remendada
seis veces. En cambio, le avalora una grupera,
de terciopelo, para mujer, con dos iniciales perfectamente
marcadas con clavos y apañada aquí y allá,
pero con buena cuerda.
BAUTISTA.-¿Y quién viene con él?
BIONDELLO.-Su lacayo, señor. Su lacayo, engalanado
en armonía con el caballo. Es decir, con
una media de hilo en una pierna y una calza de lana
gruesa en la otra. Como ligas, un cordón rojo en una
y otro azul en la otra. En la cabeza, un sombrero
que fue nuevo tal vez. Cierto que a guisa de pluma
se adorna con un penacho de lo menos cuarenta
cincuentas. En cuanto al traje, hay que decirlo, ¡es
algo verdaderamente monstruoso! De tal modo, que
ni aire tiene de paje cristiano, ni de lacayo de hidalgo.
TRANIO.-Sin duda le ha cogido el capricho extraño
de presentarse así. A veces se le ocurre, en
efecto, la idea de salir pobremente vestido.
BAUTISTA.-De todas maneras, venga como
venga, con tal de que venga, será para mí él bienvenido.
BIONDELLO.-Pero es que, señor, no viene.
BAUTISTA.-¿Pero no has dicho que venía?
BIONDELLO.-¿Quién? Petruchio?
BAUTISTA.-Sí, que Petruchio venía.
BIONDELLO.-No, caballero; lo que yo he dicho
era que su caballo venía trayéndole encima.
BAUTISTA.-Pues bien, es todo uno.
BIONDELLO.-¡Ay, que no, por San Jamy!
Yo dos cobres apuesto
que un caballo y un hombre
más de uno son, cierto.
Sin ser varios, no obstante,
como también sostengo.
(Petruchio y Grumio, vestidos de cualquier manera,
cual Biondello les ha descrito, entran súbitamente.)
PETRUCHIO.-¡Vamos a ver! ¿Dónde están los
amigos? ¿Quién en hay esta casa?
BAUTISTA-Sed bienvenido, caballero.
PETRUCHIO.-¿Aunque no llegue mejor vestido?
Pero cada uno se presenta como puede.
BAUTISTA-Menos mal que no cojeando aún.
TRANIO.-En todo caso, no tan bien vestido cual
yo hubiera deseado.
PETRUCHIO.-¿No era mejor llegar, bien que
fuese de este modo? Pero, ¿dónde está Lina? ¿Dónde
está mi encantadora novia? Y ¿cómo va mi querido
padre? Pero diríase, señores míos, que estáis
incomodados. ¿Por qué tan amable compañía arquea
las cejas como ante un prodigio extraordinario
cual un cometa o algún otro fenómeno inusitado?
BAUTISTA.-Porque, comprendedlo, hoy es el
día fijado para vuestra boda y, claro, primero estábamos
tristes pensando que no ibais a llegar. Y ahora
lo estamos más aún viéndoos llegar de este
modo. Ea, ea, despojaos de ese traje que avergüenza
vuestra condición, sobre deshonrar una fiesta tan
solemne como ésta.
TRANIO.-Y decidnos qué asunto importante os
ha retenido tanto tiempo lejos de vuestra esposa y
os hace llegar tan diferente de vos mismo.
PETRUCHIO.-Larga cosa sería de contar e ingrata
de oír. Que os baste saber que aquí estoy, dispuesto
a cumplir mi promesa. Si en algo me he
apartado de lo que había dicho, ya me excusaré
cuando tenga la ocasión necesaria para ello, y entonces
quedaréis completamente satisfechos. Pero
¿dónde está Lina? Se me tiene demasiado tiempo
alejado de ella. La mañana avanza y ya deberíamos
estar en la iglesia.
TRANIO.-No se os ocurra presentaros delante
de vuestra prometida tal cual vais vestido. Venid a
mi cámara y yo os daré ropa mía.
PETRUCHIO.-Ni mucho menos, creedme. Al
contrario, tal cual estoy voy a presentarme.
BAUTISTA.-Mas espero que no pretenderéis casaros
con ella de este modo.
PETRUCHIO.-¿Y por qué no? ¡Tal cual estoy!
No se hable más de ello. Es conmigo con quien se
casa, no con mis vestidos. De poder renovar las
fuerzas que ella agotará en mí tan fácilmente como
podría cambiar de traje, Lina se alegraría mucho y
yo aún más. Pero qué tonto soy charlando de este
modo con vosotros en vez de correr a saludar a mi
prometida y a sellar este dulce título con un beso de
amor. (Sale seguido de Grumio.)
TRANIO.-No hay duda que ha venido como ha
venido “ex profeso”. Pero veamos de convencerle,
si ello es posible, de que se vista mejor para ir a la
iglesia.
BAUTISTA.-Corro tras él a ver en qué acaba todo
esto. (Sale seguido de Gremio.)
TRANIO.-(A Lucentio.) Pero, señor, no hasta
contar con el amor de Blanca, sino que es preciso
tener asimismo el consentimiento del padre. Y para
conseguir éste, cual ya he dicho a vuestra gracia, voy
a valerme de un hombre. Quién sea este hombre,
poco importa; lo esencial es enseñarle debidamente
el papel que tiene que representar. Es decir, que habrá
de hacerse pasar por Vincentio de Pisa y garantizar
aquí en Padua una viudedad aún mucho más
importante que la que yo he prometido. De este
modo obtendréis sin esfuerzo lo que deseáis y podréis
desposar a la dulce Blanca con el consentimiento
de su padre.
LUCENTIO.-Si mi colega el profesor de música
no vigilase como lo hace tan de cerca los pasos de
Blanca, creo que lo mejor sería que nos casásemos
en secreto. Una vez el matrimonio celebrado, habría
el mundo entero de oponerse y yo sabría guardar mi
tesoro frente a todo el universo.
TRANIO.-Ya veremos, sin precipitarnos, lo que
más conviene realizar. Lo primero que hay que hacer
es engañar a ese vejancón de Gremio; luego al
padre, el receloso Bautista Minola; en fin, a ese músico
astuto, el enamorado Licio. Y todo por afecto
hacia Lucentio, mi amo... (Entra Gremio.) ¿Venís, señor
Gremio, de la iglesia?
GREMIO.-¡Y tan alegre como de chico lo hacía
de la escuela!
TRANIO.-Y el novio y la novia, ¿vuelven a la
casa?
GREMIO.-¿El novio decís? Mejor diríais diciendo
un mozo de cuadra, un palafrenero zafio.
¡La pobre criatura se enterará pronto!
TRANIO.-¿Es que tal vez es más huraño que
ella? ¡No es posible!
GREMIO.-¿Él? Ese hombre es un diablo. ¡Un
verdadero demonio!
TRANIO.-Pues ella en todo caso una diablesa.
La verdadera mujer del diablo.
GREMIO.-¡Quiá, mi amigo! Junto a él es una
cordera, una paloma, una futesa. Os voy a contar lo
ocurrido. Escuchad, mi señor Lucentio. Figuraos
que cuando el cura le ha preguntado si quería a Catalina
por mujer ha respondido, pero jurando tan
fuerte que el sacerdote todo asustado ha dejado caer
su libro: “¡Rayos de rayos!, pues ya lo creo.”Y cuando
se agachaba el pobre cura para recoger su breviario,
ese disparatado loco le ha dado tal puñetazo,
que cura y libro y libro y cura han rodado por el
suelo. “Ahora -ha rugido-, que los levante el que
quiera!”
TRANIO.-¿Y qué ha dicho la joven cuando el
cura se ha levantado?
GREMIO.-Ella temblaba y se estremecía, pues el
fenómeno pataleaba y tronaba cual si el cura hubiese
tratado de hacerle cornudo. Y he aquí que una vez
todas las ceremonias acabadas, el monstruo pide vino.
“¡A la salud de todos!”, grita, cual si hubiese estado
a bordo de un navío bebiendo por sus
camaradas tras una tormenta. Traga el moscatel sin
dejar para los demás, y lo que quedaba en el fondo
de la copa se lo tira a la cara del sacristán pretextando
para ello que la barba del infeliz crecía tan rala y
famélica que le estaba pidiendo a voces mientras
bebía un poco de brebaje. Tras ello, coge a la recién
casada por el cuello, le sacude en plena boca un beso
tan escandaloso, que resuena en toda la iglesia. Y
es cuando yo, al ver aquello, he escapado, avergonzado.
Por supuesto, todo el cortejo viene tras de mí.
Jamás, se había visto un matrimonio tan extraordinario...
Pero escuchad, escuchad. Oigo a los músicos.
(Música. Entran los músicos precediendo a los de la
bodas Petruchio y Catalina, seguidos de Blanca, Bautista,
Hortensio, Grumio y todos los invitados y comitiva.)
PETRUCHIO.-Caballeros, y vosotros, amigos
míos, mil gracias por el trabajo que os habéis tomado
en venir. Sé también que contabais comer conmigo
y que habéis preparado un copioso banquete
de boda. Pero sucede que asuntos inaplazables me
reclaman lejos de aquí; por consiguiente, obligado
me veo a despedirme de vosotros en este preciso
instante.
BAUTISTA.-¿Es posible que queráis partir esta
tarde misma?
PETRUCHIO.-Hoy mismo, sí, antes de que sea
de noche. Y que ello no os extrañe. Si supieseis las
razones que me mueven a ello, más bien me rogaríais
que partiese, que no me quedase. Por consiguiente,
doy muchas gracias a todos, nobles compañeros,
testigos de mi unión con la más paciente, la
más dulce y virtuosa de las esposas. Comed en
compañía de mi suegro, bebed a mi salud, y en lo
que a mí afecta, como es preciso que me vaya, adiós
a todos.
TRANIO.-Permitidnos suplicaros que os quedéis
hasta después de la comida.
PETRUCHIO.-Imposible.
GREMIO.-Dejadme que os lo suplique yo también.
PETRUCHIO.-Imposible digo.
CATALINA.-Yo uno mis ruegos a los suyos.
PETRUCHIO.-Me place en extremo.
CATALINA.-¿Os place en extremo quedaros?
PETRUCHIO.-Me place en extremo que me supliquéis
que me quede. Pero podríais hartaros de
suplicarme y no me quedaría.
CATALINA.-No obstante, si es que me amáis,
quedaos.
PETRUCHIO.-¡Grumio, los caballos!
GRUMIO.-Dispuestos están, mi amo. Y con la
tripa llena de avena.
CATALINA.-Pues bien, haced como os plazca.
En cuanto a mí, no partiré hoy, ¡no! Ni mañana. Ni
antes de que me dé la gana hacerlo. La puerta
abierta está, señor mío; el camino ahí le tenéis. Podéis
trotar hasta que vuestras botas no puedan ya
más. Pero yo no partiré más que cuando se me antoje
hacerlo. Un hombre que desde el primer momento
se muestra tan bruto y tan grosero, ¡de veras
que promete ser una alhaja de marido!
PETRUCHIO.-Ea, Lina querida no te enfades, te
lo ruego. Echa lejos de ti el mal humor.
CATALINA-¡Me da la gana enfadarme! ¿Qué
diablos tenéis que ir a hacer? En cuanto a vos, padre,
puedes estar tranquilo. Esperará hasta que a mí
se me antoje.
GREMIO.-(A Bautista.) Esto ya es otra cosa, caballero.
La cólera de Catalina empieza a producir su
efecto.
CATALINA.-Señores, ¡a la mesa todos! Ya veo
que se puede hacer de una mujer un espantajo si no
tiene el valor de resistir.
PETRUCHIO.-(Con violencia tremenda.) ¡Estos caballeros
irán a comer, Lina, puesto que se lo ordenas!
¡Obedeced a la recién casada, vosotros todos
los que habéis formado su cortejo! Id al banquete,
sí; divertios, haced francachela, brindad hasta hartaros
por su doncellez, alegraos, haced el loco, Y si
no, ¡que os ahorquen! En cuanto a mi Lina, mi hermosa
Catalina, ¡partirá conmigo! (La coge por la cintura
cual si la defendiese contra los otros,) Ea, lucero, no te hagas
la enfadada, no patalees ni te revuelvas; no eches
miradas furibundas ni hagas gestos de cólera. Yo
quiero ser dueño de lo que es mío. Mi mujer es mi
bien, mi todo, mi casa, mi mobiliario, mi campo, mi
granja, mi caballo , mi buey, mi asno: ¡cuanto quiero
y tengo! (Desenvaina la espada.) ¡Aquí la tenéis! Pero
¡ay de quien la toque! ¡Desafío a todo matachín de
Padua que se atreva a cerrarme el camino! Grumio,
¡desenvaina, que estamos rodeados de bandidos!
¡Ven a socorrer a tu señora si es que eres un hombre!
En cuanto a ti, mi Lina adorada, no temas nada,
que nadie se atreverá a tocarte. ¡Aquí estoy yo para
ser tu escudo incluso contra un millón de enemigos!
(Se la lleva de la plaza violentamente mientras Grumio hace
que protege su retirada.)
BAUTISTA.- ¡Dejad, dejad que se vayan enhorabuena!
¡Apacible pareja!
GREMIO.-Si no se van tan pronto, reviento de
risa.
TRANIO.-No creo que haya habido jamás matrimonio
de locos semejantes.
LUCENTIO.-(A Blanca.) Señora, ¿qué pensáis de
vuestra hermana?
BLANCA.-Que para una loca de atar siempre
hay un loco rematado.
GREMIO.-Creo, por mi fe, que Petruchio ha encontrado
una horma digna de su zapato.
BAUTISTA.-Amigos míos, vecinos: si el casado
y la casada no están para ocupar su puesto en la mesa,
sí habrá, en cambio, comida y bebida en abundancia.
Vamos, pues, Lucentio, vos ocuparéis el
puesto del marido, y Blanca, el de su hermana.
TRANIO.-¿Va la encantadora Blanca a aprender
cómo se hace de recién casada?
BAUTISTA.-Así es, Lucentio. Venid, señores,
vamos. (Entran a la casa.)
Artículos Relacionados |
- Obras de William Shakespeare en español
- A buen fin no hay mal principio obra completa
- A buen fin no hay mal principio obra completa - Parte 2
- A buen fin no hay mal principio obra completa - Parte 3
- Como gusteis obra completa - Parte 2
- Como gusteis obra completa
- Mucho ruido y pocas nueces obra completa - Parte 2
- Mucho ruido y pocas nueces obra completa
- Sueño de una noche de verano obra completa - Parte 2
- Sueño de una noche de verano obra completa